Del silencio a la memoria del cantor
La partida del folclorista Juan Carlos Saravia reiteró la de tantos otros cantantes venerados por la población. Desde Gardel a Gilda, los casos de artistas convertidos en ídolos.
Por Marcelo Ortale
Colaboración
La reciente muerte del emblemático folclorista Juan Carlos Saravia volvió a dejar a gran parte de la población –como ocurre con todos los ídolos artísticos- con un sentimiento de orfandad artística que, muy pronto, transmuta en veneración permanente. Pasó con Saravia lo mismo que ocurrió con tantos otros que, en el país y el mundo, fueron capaces de resumir en sus voces el amor, la alegría, el dolor y la pasión de sus pueblos.
Los entendidos consideran y dicen que para cantar bien y en público hay tres requisitos indispensables: la afinación, seguir el ritmo y tener energía para cantar. Pero, añaden que de allí a ser un ídolo popular existe un campo de distancia y lo que falta para llegar a la cima no es sólo trabajo, perseverancia, prácticas y estudios lacerantes, sino, también, disponer de una suerte de poder carismático que sólo acompaña a unos pocos.
El escritor costumbrista platense Carlos Risso dijo en las últimas horas que “Juan Carlos Saravia, supo de algún modo, capatacear el decir de “Los Chalchaleros”, desde aquel comienzo adolescente cuando apenas tenía 18 años, y como jugando comenzaron a transitar un camino que sus jóvenes integrantes ni siquiera idea tenían, de adónde los llevaría”.
Los ídolos se emparentan, según Risso, que es vicepresidente de la Academia del Folklore bonaerense y titular de la Asociación de Escritores Tradicionalistas: “Así como Gardel era un dotado, su voz -con aquella particularidad de pronunciar las “n” con un leve sonido de “r”, dicen que como resabio de ejercicios vocales- popularmente amada y admirada, siempre recreó cantores proclives a imitarlo en el canto o el fraseo. Inconfundible y amada también la voz portentosa de “la Negra” Sosa, o la particularísima del “Pampa” Larralde. Voz que provocaba aplausos, la de Fabini, el afiatado bajo del “Trío San Javier”.
Figuras nutridas la mayoría de ellas en los estratos pobres de la sociedad, como lo fueron Gardel, Mercedes Sosa, Edith Piaf, Rodrigo, Yupanqui, Leonard Cohen, Nana Mouskouri, Goyeneche, Gilda, Rivero, entre muchos otros que en el país y el mundo pudieron, acaso misteriosamente, representar en sus cantos la pasión popular.
Junto con Saravia y Sosa, en los últimos años del arte argentino se registró el caso de Gilda. La cantante trágicamente desparecida dejó tras suyo una suerte marea idolátrica. Su misión original como artista se vio desbordada por otras cualidades. Así lo dejó ver la escritora platense Julieta Novelli, que convirtió a Gilda en personaje central de su última novela “Mi vida con ella”.
“Creo que Gilda se volvió popular porque, además de ser una mujer talentosa, luchadora y valiente, tenía un ángel especial. Se impuso al machismo de la época y brilló en un género como la cumbia, que es popular desde el vamos. Pero lo más fuerte de Gilda no fue ser una buena cantante de cumbia: Gilda era –y sigue siendo- esperanza, alegría, pasión para muchos hasta el punto de ser considerada una santa, una santa del pueblo, que lo hizo bailar, reír, llorar, enamorarse y volver a creer. Gilda, su música y su ángel son eso, pura alegría y esperanza”, finalizó diciendo Novelli.
CUATRO VOCES, CUATRO CIUDADES
En algunos trabajos y estudios se ha puesto de relieve que existen cuatro ciudades en el mundo que disponen de un folklore propio, que, sin embargo, logró universalizarse. Esa primera coincidencia es la que caracteriza a Buenos Aires, Lisboa, Atenas y París. Las cuatro, además, dispusieron de una voz fidedigna y mitológica, que las representa en plenitud: ellas son las de Carlos Gardel, Amalia Rodríguez, Naná Moskouri y Edith Piaf.
La coincidencia se extiende al hecho de que todos estos cantantes vinieron de abajo. Gardel, hijo de una planchadora, cantó sus primeros años “a la gorra”, ganando las pocas monedas que le otorgaban públicos de los barrios y pueblos más alejados. A medida que ganó terreno, estudió lo que pocos. Entre otros, lo hizo con el maestro Eduardo Bonnessi, profesor durante décadas de cantantes del Colón.
En cuanto a Amalia Rodrígues, de origen también modesto, fue la voz más grande de Portugal. Empezó de niña, cantando por monedas en los muelles de Lisboa. Cantaba el fado que –como el tango porteño- tenía mala reputación, puesto que se interpretaba en bares orilleros. Relató amores imposibles, tristezas sin límites y se convirtió en la voz de su pueblo.
A su vez, Atenas le debe su música popular, en buena medida, a Nana Mouskouri, la mujer que más discos vendió en la historia del arte musical popular: se cree que fueron 350 millones de discos.
Y otra pobre de solemnidad fue Edith Piaf, la bien llamada “gorrión de Paris” que aún cautiva a millones de oyentes en todo el mundo. Desde una infancia de miseria, que la obligó a acompañar a su padre en las giras del circo donde él trabajaba y en el que debutó como niña-cantante, la Piaf se convirtió en el máximo emblema artístico de la Ciudad-Luz.
SARAVIA
Ahora se fue Juan Carlos Saravia, el ídolo campechano, el capataz de los Chalchaleros como dijo Risso. El hijo del cantor, Facundo, en la madrugada siguiente a la partida dijo lo siguiente acerca de su padre: “Un hombre sencillamente maravilloso, que nunca se animó a ser un gran artista, para no olvidarse de seguir siendo gente”.
Eso es lo que transmitió este hombre durante más de setenta años de actuación. El Chango Spasiuk lo definió también: “fue un hombre inmensamente generoso, bueno y transparente, más allá de su camino como artista y cantor”.
Casi que no necesitó seguir dejando de pronunciar la última sílaba de los poemas y recitar los cadenciosos adentro. Ya se había tomado la decisión de eternizarlo. Hombres y mujeres de toda edad lo habían convertido hace tiempo en ídolo, por ser gente.